martes, 9 de junio de 2009

SENTÍ DOLOR PERO NADIE ME VIÓ ENVUELTO EN LLANTO




No soy yo un gran ilustrado, ni tampoco un iluminado del señor, sin embargo, soy consciente por medio de la experiencia de lo importante que es la libre manifestación de las diferentes formas de nuestros sentimientos. El dolor, tanto físico como emocional, es algo que a lo largo de mi vida le he huido cual cucaracha a la luz, sin embargo, hay momentos en los que es imposible hallar un agujero por donde salir corriendo. La muerte de mi abuela tras haber padecido tres meses en una cama a causa de la operación de una afección cardíaca, enmudeció mis sentidos dejándome perplejo. Los diferentes pensamientos que atraviesan el alma cesaron de improvisto de inquietar mi espíritu, no sabia que sentir. La última vez que recuerdo la muerte de alguien era la de mi gata, trágicamente arrollada por un carro, pero el sentimiento o ensordecimiento presentado en aquel entonces no tenia punto de comparación al presentado en esta etapa de mi vida. No era mi mascota, era mi primera madre, la que me recordaba en las heladas tardes de Manizales, con un chocolate caliente con pan, que me encontraba vivo. Había leído de otras muertes, también de hijos a los que se les moría su madre, pero eran lecturas a muy temprana edad y las veía muy lejos en las posibilidades de mi existencia. Las lágrimas no brotaban de mis ojos y mi familia comenzó a comentar a espaldas mías mi “insensibilidad” frente a la muerte de la persona que me había criado. No podía decirles que no sentía nada, es más, que pensamientos del asunto no traspasaban mi mente. Era yo, en medio de un mar de lágrimas derramadas por ellos, sin saber qué sentir, sin saber qué pensar, sin saber cómo actuar.
Me había enterado que al sur de Colombia, por Nariño, la gente en sus funerales no derramaba lágrimas de dolor, sino de alegría en medio de un gran jolgorio. El muerto no deja de existir, simplemente se libra de su cuerpo y va al más allá ¿a dónde? No lo sé, pero se va a algún lado a vivir y a ser feliz eternamente; es por eso que sus familiares festejan. La idea de gritar de felicidad por que mi abuela había muerto no me alentaba mucho, pues el vacío no me permitía saltar de emoción. ¿qué estaba sintiendo? ¿por qué no lloraba? ¿por qué no reía? ¿será que no soy humano y no tengo sentimientos? Eran preguntas que en el camino del duelo comenzaban a surgir de la nada.
Si era dolor lo que sentía, debía al menos saber cuál era su significado apartando a un lado el dolor físico, cómo el dejado al clavarse una puntilla en un dedo, caerse de un primer piso, golpearse la cara contra un poste , etc, etc, etc... aunque no quiero decir con esto último que es menos intenso que el dolor emocional. Los estados de tranquilidad, al menos en mi percepción, pueden alterarse ante diferentes situaciones a las que uno suele darles importancia. Evidentemente la muerte de mi abuela había turbado mis emociones, pero ¿será que lo sentido en ese momento era dolor? La verdad no lo creo, con el tiempo me fui dando cuenta que era algo totalmente diferente. El dolor es una construcción moral que se manifiesta o se expresa (vale aclarar que las expresiones no siempre son de igual forma) porque en la persona existe una molestia, un desagrado que genera un sentimiento de pesadumbre, al saber que se es impotente frente a la situación que lo afecta. Es posible confundir el dolor con la tristeza, pero son dos cosas, aunque parecidas, diferentes. La tristeza, por otro lado, es un estado de animo aún mas profundo, que se debate entre la negación y la aceptación de una situación desagradable, generando un vacío que “oscurece” el alma. Tal vez podría ser esto lo que sentía, sin embargo, mis lagrimales continuaban secos y mi alma turbada no tan “oscura”. Pero no siempre que se se siente dolor por algo o por alguien se llora, pensaba, empero, soy un ser social y el personaje Alexander, el nieto querido de la abuela, no se inmutaba y parecía estar contento por la situación.
Los sentimientos, imposibles de ver ante los ojos, mueven nuestra vida, surcan los infinitos pasillos de nuestra alma y confunden nuestros pensamientos cuándo no se tiene claro qué es lo que se siente. La falta de expresión o la forma no tan común de actuar frente al hecho le molestó a alguna parte de mis familiares, a las dos hermanas de mi abuela y a mi tía que venia del extranjero. No se cómo ellas habrán percibido mi actitud, sin embargo, el reclamo no se hizo esperar : ¿y es que usted no quería a su abuela?, dijo esther, la hermana menor. La pregunta me confundió aún más y engroso la lista de cuestionamientos que hasta la fecha surcaban mi mente. No podía ser que no quisiera a mi abuela, era imposible, sin embargo, era una pregunta que debía responder, no a ella, sino a mi mismo. Los tipos de afectos varían en las personas de acuerdo a la construcción de la forma de comunicación en una relación, ya sea amistosa, de pareja, de odio, en fin, todas las imaginables. Mi abuela me había criado, me había enseñado el lenguaje y había construido una forma particular de comunicarse conmigo, tanto así que antes de yo comentarle un problema mio, ella ya lo tenia resuelto. No podía ser que no la quisiera, la unión en nuestras formas de comunicación no lo permitían, por el contrario, el saber que alguien me escuchaba me hacia sentir feliz y la hacia sentir a ella satisfecha. El espíritu extrañado de Esther, con un poco malignidad en su objetivo, me había hecho entender que mi dolor ya había pasado y que el alivio era lo que llenaba mi espíritu en ese preciso momento.
Aunque en todos los lugares del mundo las costumbres hacen que las personas actúen de una forma u otra, yo por mi parte podía decir que las experiencias al enfrentar mis sentimientos eran propias. No puedo creer que las personas que habitan el mundo entero sean sabios innatos y sepan que es lo que sienten en cada momento de su existencia. Es difícil conocerse a uno mismo, y dar cuenta así mismo de lo que se siente, es aún más complicado. No sé si mis familiares sabían por qué actuaban cómo actuaban y si sus lagrimales destilaban agua porque querían parecer normales o por que sentían un vacío parecido al que a mi alma aquejaba.
Si, mi dolor, mi sufrimiento, había pasado ya. El sufrimiento de la mujer que me había acompañado toda mi vida había excitado mi espíritu y me había hecho impotente ante la situación. No soy doctor, no soy enfermero, ni mucho menos un cirujano, no podía ayudar en nada. Una vez entré a la sala de cuidados intensivos, su cuerpo hinchado, a punto de reventar, los brazos morados de los piquetes de las agujas que le inyectaban sedantes para no sentir el insufrible dolor de tener un tubo en la boca que no le permitía hablar, y lo más triste unos ojos que al sentir mi presencia abrieron sus parpados dejándome ver sus pupilas, con un iris grisáceo, para gritarme que no soportaba más, que era imposible seguir cargando esa cruz y que por favor me fuera por que ella sabia que mi sensibilidad no podía soportar un segundo más en ese espantoso lugar. ella era consiente que era algo que tenia que enfrentar sola. Ahí si puedo decir que sentí dolor, pero nadie me vio envuelto en llanto. Era yo conmigo mismo, con mis ideas y mis sentimientos, totalmente turbado, acongojado. Lo único que le pude decir a mi madre al salir, fue : no quiero volver a entrar allá, vámonos.
La razón, esa espantosa amiga que nos enfrenta a nosotros mismos y nos golpea con fundamentos entendibles, estaba ahora en el funeral acompañándome, y permitiéndome vislumbrar las diferentes formas de las expresiones de los sentimientos humanos. No todos estaban llorando (no se debe entender esto como si el llanto necesariamente es una expresión de dolor). había gente que ni siquiera conocía a la muerta. Había gente que ni siquiera yo conocía. Se había abierto el gran circo, todos pasaban a ver el cuerpo inerme de una de las personas más importantes de mi vida, como si fuera una pieza de museo. Era necesario gritar que nadie a excepción de la familia y los amigos cercanos a ella debían estar ahí. Es un ritual, es la última despedida de la representación material de mi abuela. Las formas sociales que deja la costumbre a veces huelen feo, a cumplimiento de un deber, a la hipocresía de la mascara que se tiene que presentar ante el medio social, a la decadencia de la humanidad que se niega así misma para convertirse en un monstruo alineado. A veces no somos nosotros, somos otros que actúan como si fuéramos nosotros. Es bastante entendible, el presentar el yo ante la sociedad, sin saber lo qué es, es volverse un ser vulnerable al que todos pueden atacar de una u otra forma. Cómo dije al principio no soy yo un gran ilustrado, ni tampoco un iluminado del señor, tal sólo trato de ver cómo enfrentarme a mi mismo, a mi razón, a mis sentimientos y a mis mascaras. Las posibilidades de las expresiones de nuestros sentimientos tienen un sin fin de caminos por donde brotar. El problema no está tanto en las costumbres impuestas por la historia, el problema está en poder dar cuenta de lo que se siente, a uno mismo, entendiendo el fundamento de su sentir y lo que significa en su medio social.
Lo único que dejan los juicios de lo bueno y lo malo, de lo que se debe hacer y lo que no, es dar muestra de la imposibilidad de comunicación entre un humano y otro, y dentro del individuo mismo. Cada individuo ante sí mismo, si puede dar cuenta de sus acciones y entender el por qué de los sentires que los llevan a ellos no es ni bueno ni malo, sino que simplemente es. La responsabilidad y el coraje de ponerlos de manifiesto ante sus semejantes es algo que se despierta cuando se tiene claro qué es lo que se está sintiendo.

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